
Advertencia: este post puede herir la susceptibilidad de algunos lectores de este blog.
Recientemente fui atacado por un gato. La situación fue divertida cuando menos, aunque lamentablemente, por tratarse de un gato “domesticado” (¿que ataca?), tuve que contener mi reacción de autodefensa; en otras palabras, no pude patear al gato. No podía hacerlo simplemente porque, de haberlo hecho, probablemente me habrían botado de la casa y la dueña del gato me habría dejado de hablar.
Muchos dirán: ¡por supuesto! Pero yo la verdad, que siempre le busco las cinco patas (precisamente al gato) me puse a pensar: si la dueña y yo somos de la misma raza, ¿no debería apoyarme a mí? ¿Acaso se perdieron todos los valores que cultivamos durante la prehistoria, cuando los homo sapiens nos apoyábamos mutuamente ante el ataque de otras especies?
Tal vez el problema viene porque dejamos de ver a los animales como lo que son, y empezamos a verlos como “miembros de la familia”. Ahora, ¿cómo puede un animal de otra especie ser “miembros de la familia”? ¿No se supone que los familiares deben tener nexos de sangre, o al menos la misma cantidad de genes?
Pero mejor olvidémonos del cómo. Es evidente que el proceso de “integración” de un animal a una familia es un acto puramente psicológico, principalmente, por parte de los dueños (sí, dueños... no padres). Más importante es saber, ¿por qué alguien quiere tener a un animal metido en su casa y lo tratan como a un “miembro de la familia”?
No me malinterpreten, yo tuve mascotas. Por supuesto que no un gato, sino un perro… Y no cualquier perro. Era un pastor inglés:

Además, en esa época vivíamos en una casa y el perro tenía bastante espacio para jugar y hacer lo que quisiera. Pero más importante aún, y lo que le da sentido a que tuviera una mascota, es que yo era… ¡un niño!
Yo entiendo perfectamente que un niño quiera tener una mascota; es más, me parece que es lo más sano, y casi debería ser una obligación. Una mascota no sólo será un compañero de juegos; si le hacemos entender al infante que se trata de una criatura viviente que está a su cargo, podrá aprender importantes lecciones sobre responsabilidad, cariño, cuidados y hasta es posible que si eventualmente la mascota muera, sería una primera lección sobre el eterno ir y venir del ciclo de la vida.
Cuando era adolescente, mi hermana y una prima que vivía con nosotros decidieron pedir otro perro. Ya en esta oportunidad vivíamos en un apartamento, y yo ya estaba en otra etapa de mi vida, en la cual no me interesaba en lo más mínimo ocuparme de un perro. Además, tener al pobre animal en un apartamento era una tortura para él. Rasgaba los muebles, hacía desastres…
Lo insólito es que yo no quería tener el perro, y a veces mi hermana o mi prima me culpaban por no “aceptarlo”. Un momento, ellas peleaban con el perro todos los días para que hiciera sus necesidades en tal sitio, para que se acostumbrara a que hay un horario para las cosas, y para que respetara ciertas “normas”. Normas humanas. Es decir, ellas suprimían toda su “caninidad” para sembrarle una “humanidad” que el perro no tiene… ¡Porque es un perro! Pero era yo quien no aceptaba al perro… ¿Tiene esto algún sentido?
Al final el tiempo me dio la razón y mi madre terminó dándose por vencida y regalando el perro a unos amigos que vivían en Galipán, en una casa con un terreno muy grande, y donde esperamos que haya tenido una vida (de perro) bastante más digna.
Actualmente mi prima está casada y vive en el exterior. El matrimonio adoptó un perro, lo que me lleva a la verdadera pregunta de esta entrada, ¿para qué rayos quiere alguien adulto, ya en etapa de formar una familia, tener una mascota? ¿Será acaso para satisfacer sus instintos maternales (o paternales)? ¿No será que la sabia naturaleza nos dio estos instintos para que hagamos algo como, no sé… tener hijos? ¿O es que acaso, si no nos sentimos preparados para tener hijos, entonces decidimos tener un animal como un “simulacro”, mientras tenemos los de verdad?
Lo más terrible de este proceder es que, quien tenga un animal en la casa y después desee tener un hijo se enfrenta a un posible problema muy grave: los celos de su mascota ante esta nueva criatura viviente.

Una vez estaba de visita en una casa de familia y tuve el infortunio de ver un gato atacar a un niño de la casa. Por la reacción de la familia, no era la primera vez que pasaba, ya que al parecer el gato tenía más tiempo en la casa que el niño y sentía celos cada vez que la familia le dedicaba más tiempo al infante que a él. Lo que sí me pareció verdaderamente funesto, fue ver cómo la señora, lejos de regañar (o patear, o botar de su casa) al gato, decidió simplemente reprenderlos (a los dos, a su nieto y al gato) por la “disputa”. ¿Qué clase de problema mental debe tener alguien para tratar a su nieto, sangre de su sangre, igual que como trata a una mascota?
La conclusión de esta entrada, o al menos mi reflexión personal (tómenla o déjenla) es algo bastante evidente: las mascotas
“NO” son sus “hijos” ni son seres humanos.
Get over it!Si la madre naturaleza hubiese querido que tuviesen nombres, les habría dado la capacidad de hablar y de autollamarse de alguna forma. Si quisieran que usaran ropa, les habría dado la capacidad de confeccionarla.

Ya para cerrar, si algún dueño de mascotas ignoró la advertencia al principio de esta entrada y siente que ofendí a su “pequeño”; no se preocupen, ellos no tienen la capacidad de leer y sentirse ofendidos.